Parecía haber llegado la noche en plena mañana. No era ni mediodía cuando el frío me obligó a hacer la primera hoguera. En apenas unas horas el ambiente había pasado de húmedo a nevado, convirtiendo todo color en un radiante blanco que, reflejando la poca luz que el cielo brindaba, parecía que era esta la que daba claridad a la montaña. Me sentía desnuda ante el frío, solamente podía correr y escalar, esforzar mi cuerpo al máximo para sentir algo de calor.
Mi entrenamiento de legionaria incluía supervivencia básica, por lo que no me costó encender la hoguera, sin embargo, tuve problemas para encontrar yesca y ramas secas. Me llevó dos horas aquella parada, más de lo que había previsto. Aproveché para comer un poco de pan y queso y beber agua de la cantimplora que llevaba. Pensaba en mi comandante, en el brusco cambio que tuvo conmigo la noche anterior por aquellos asesinatos. Él siempre había sido afable conmigo, me había protegido de mis compañeros masculinos manteniéndoles a raya y siempre había demostrado confianza en mí y en mis capacidades; pero ahí estaba yo, en medio de la montaña al norte de Soledad, buscando una guarida por una vaga pista de la posadera del pueblo. Me planteaba si estaba haciendo bien, si merecía la pena desobedecer órdenes e ir por mi cuenta por unos muertos desconocidos.
«¿Por qué me importa tanto esto?», me preguntaba a mí misma entre bocado y bocado. No encontraba respuesta, ni siquiera comprendía por qué arriesgaba todo por ello. Era como si la lógica no pesase nada en mis decisiones, como si mis pasos fuesen guiados por algo que no sabía explicar. Dejé de preguntarme y me dispuse a continuar mi viaje. Dudar ahora no me ayudaría, pues ya había hecho medio camino.
Era de noche cuando encontré lo que parecía la zona de desembarco de los bandidos, si eran piratas no podían haber matado ellos a la pareja de comerciantes, estaban muy lejos de la costa. Una hoguera y varios toneles daban la bienvenida. Me sorprendió no encontrar ningún guardia. Miré a la luna, estaba brillante. Llegar me había llevado más del medio día que había calculado. El comandante y mis compañeros estarían preocupados, quizá pensando en que había desertado. Podía volver, dejar mi misión a medias y las consecuencias no hubieran sido menos leves que si la llevaba a cabo. Me decidí a entrar con cuidado.
Una espesa neblina verdosa flotaba por la cueva. Era húmeda y sin embargo no hacía frío. La luz parecía entrar desde una lejana apertura en el techo de la cueva, pero era lo bastante tenue para poderme ocultar. Al entrar escuché la conversación entre dos de esos bandidos:
—Haafingar está muy raro.
—¿Raro? Lo que está es avaricioso.
—Pues no pienso hacer más guardias ahí fuera si no tengo mi parte ya.
—Y, ¿qué harás? ¿Irás a exigirle ahora tu parte?
—Vayamos ambos. Vayamos todos, tú también. No podrá negarse, ni ir contra todos.
—No seas absurdo, y vuelve a tu puesto ahí fuera. Como se entere de que te has ausentado.
¿Haafingar? Ese era el nombre de la nota. Los dos hombres parecieron despedirse, dirigiéndose uno de ellos hacia mí. Agarré fuerte el escudo y desenvainé la espada con cuidado de no hacer demasiado ruido. Lamenté no tener un arco en ese momento. Me lancé a la carga cuando el otro estuvo suficientemente cerca. No le di tiempo a reaccionar, apenas puso la mano en su hacha ya le había atravesado, cayendo al suelo a la entrada de la cueva. Aquello llamó la atención de su amigo, que encontró la muerte entre las sombras como su compañero la había encontrado.
Registré la entrada, parecía que no había nadie más cerca. Cogí una antorcha que colgaba de la pared y me dispuse a explorar la cueva. Un gran lago, con algunos barcos y botes, organizaba la cueva. Al parecer los bandidos habían creado una buena red de pasarelas y escaleras. Entré por el primer pasillo que vi, intentando evitar la costa del lago, donde estaría al descubierto. Un error, eso fue lo primero que pensé cuando me encontré de repente en los dormitorios de la cueva, donde otros dos grandes hombres se encontraban en sus camas. En cuanto doblé la esquina me vieron, tardando poco en coger sus respectivas armas.
El más grande, un titán a mi lado, empuñaba un pesado martillo.
—Vamos, Gendry, esta es nuestra, intenta no matarla. Me gusta que se muevan —dijo con lascivia el del escudo y la espada.
Toda la fuerza bruta que el tal Gendry y su martillo tenían se traducía en lentitud, lo que me permitió hacer unas fintas que me permitieron esquivar sus ataques. Me alejé de él, volvió a lanzarse con furia contra mí, agarré bien mi espada, esquivé su lento golpe y di una patada a su estómago, lo que le hizo doblarse lo justo para que yo pudiera descargar sobre su omóplato un potente ataque que lo fulminó al instante.
Su compañero se mostró bastante consternado por la rapidez que había acabado con mi oponente. Con rabia se lanzó contra mí, pudiendo esquivar a duras penas sus primeros golpes. Sus ojos brillaban, reflejando en ellos mi antorcha, como ardientes perlas. Me lanzó dos ataques más que pude parar con mi espada. Quise darle con la antorcha, pero hábilmente me paró con su escudo, empujándome y haciendo que perdiese el equilibrio. Caí de bruces, tropezada con una raíz. Vi en su rostro la satisfacción del ganador. Alzó su hacha y antes de que pudiera descargar el golpe rodé a un lado levantándome con rapidez mientras él se erguía tras el fallido golpe contra el suelo. Di una patada a su mano, haciendo que el hacha se le escapase y, cogiéndole del hombro, le encaré para clavarle la espada debajo de su boca, atravesando su cabeza.
Registré la sala, volvería a por provisiones para llevar al puesto avanzado, evitándome así tener que volver a Soledad. Lo hice sin ninguna esperanza de que fuera a servir de algo tras haber desaparecido, pero no podía dejar de pensar en la guarnición, en mi puesto, en mi comandante y mi deber. Continué por los pasillos. Habían montado un completo poblado totalmente funcional. Tenían una calurosa fragua que notabas antes de siquiera verla.
Continué mi búsqueda y fui a dar con la entrada de donde Haafingar, mi objetivo, estaba. Miré bien las posibles entradas, y las posibles salidas. No era una persona muy nadadora, pero decidí que si las cosas se ponían complicadas todo lo que podía hacer era tirarme al agua e intentar huir.
Subí un camino que me llevó a encontrarme con un arquero que, por suerte, no se había percatado de mi presencia. Tiré la antorcha y acercándome con cuidado pasé mi cuchillo por su garganta. El pobre ni se enteró. A su lado había un carcaj con flechas y un pequeño arco. Lo cogí. Me fue muy útil para matar a dos bandidos más sin que percibieran mi presencia ni dieran la voz de alarma.
Me iba dirigiendo a mi objetivo, lenta pero segura. Allí estaba, en la cama, leyendo un libro sentado. Me oculté en las sombras, tras una pared, sería rápida y fulminante. Tensé el arco, apunté y un fuerte sonido se escuchó desde mi posición. Una de mis anteriores víctimas no había muerto e intentaba avisar a su líder con golpes. Surtió efecto, Haafingar me vio, esquivando por poco mi flecha. Me levanté y me dispuse a luchar con mi espada. Él cogió su gran hacha. Al contrario que el otro bandido los movimientos de este eran rápidos y más precisos. Me obligó a irme retirando, bajando hasta el embarcadero en mi desesperación por evitar sus letales golpes.
Se le veía cansado, vi mi oportunidad; lancé yo mis ataques, intentando darle, pero o me esquivaba o me paraba con el mango de su gran hacha a dos manos. Observé que en todos mis ataques dejaba al descubierto sus piernas, por lo que fingiendo huir rodé a su lado hiriéndole las piernas. No había tenido suficiente fuerza para cortar la pierna, pero las heridas le hicieron que le costase mantenerse de pie. Le lancé algunos golpes, pidió clemencia. No se la di. Seguí con las patadas y los golpes. Intentó huir hacia el bote y cuando yo misma me encontraba agotada de golpearle decidí darle muerte.
Registré la habitación del ya derrotado capitán Haafingar, cogí todo aquello que me pudiera servir a mí o a la guarnición de Puente del Dragón. Lo que más me llamó la atención fue un diario que decía así:
«Ese ingenuo se piensa que compartiré mi botín con él. ¡Já! Es mío, el tesoro es mío. Sé que la tripulación lo quiere, pero no se lo daré. No lo voy a compartir con nadie. Tengo que vigilar a la tripulación, si alguno está mojado sabré que ha estado en el agua, en el barco, con MI tesoro. No, no se lo permitiré. Es mío, lo he conseguido yo»
Había un tesoro en esas aguas. Salí de aquella mal llamada habitación y ahí estaba, un barco hundido. Sin duda ahí estaría el tesoro.
Bajé al embarcadero y registré el cuerpo del capitán, el cual llevaba una llave que supuse sería del cofre. Acerté.
Nadé hasta el cofre y, cuando lo abrí, descubrí que no había apenas nada. Unas monedas, algunas ganzúas, un libro completamente empapado y medio roto y una gema común, sin mucho valor. ¿Era este el tesoro que no quería compartir? ¿Qué otros querían? No encajaba. Además, no había descubierto nada en la habitación del capitán que me indicase algo sobre el asesinado del puente o sobre la pareja de comerciantes. Estos eran piratas, cada vez tenía menos dudas de que no tenían nada que ver con mi principal preocupación. Terminé de buscar pistas y recoger víveres en la cueva. Me llevó una larga hora y cuando salí ya había amanecido. El nuevo día me ofreció una belleza esperanzadora.