Felipe IV y Olivares
Bajo el reinado de Felipe IV y el gobierno de Olivares la Monarquía Hispánica vio renovado su ímpetu militar y su propio canto de cisne como potencia hegemónica. El conde-duque de Olivares menospreció el poder naval frente al terrestre de los Tercios, llevando a cabo varias políticas mili-tares en las que relegó la marina a un lugar secundario; la ironía del destino le llevó a dejar cierta cantidad de dinero en su testamento para la creación de una escuela de marinería.La ya tradicional desconfianza hacia mandos ex- tranjeros fue más destacada en este período: los oficiales italianos, portu-gueses o flamencos del Rey Católico fueron paulatinamente retirados del po-der y sustituidos por oficiales castellanos con escasa o nula experiencia; incluso a Ambrosio de Spínola le fue retirado su cargo de Almirante de las Galeras de Flandes.
En 1621 Olivares editó una cédula en la que, entre otros, figuraba un proyecto para la nueva guerra marítima por el que se pasaría a ampliar el corso y, evidentemente, a no incrementar la marina de guerra. De nuevo un plan de la Monarquía chocaba con la mentalidad castellana y, hecho ya también tradicional, con las maltrechas finanzas puesto que el proyecto re-quería una inversión que se escapaba de los presupuestos. Otro punto del plan de Olivares consistía en la autofinanciación de una armada para cada reino según sus posibilidades, prestando especial atención al Reino de Nápoles y a la Corona de Aragón. A esta política contribuyó la obra de Anthony Sherley, dedicada a Olivares, y en la que se apostaba para que la Monarquía Hispánica encontrara un aliado en el Mar del Norte; de esta manera se cumplirían las previsiones del autor:
Ingleses y holandeses se han convertido en los amos del mar y del comercio a costa de burlar nuestro poder en tierra (...) Su Majestad debe mantener una gran flota en las aguas de Flandes. No importa que existan sólo dos puertos apropiados, Dunkerque y Ostende. Ambos pueden ofrecer un fondadero seguro (...) para una flota que cerque a los rebeldes y estrangule el comercio que los sustenta hasta destruirlo.
Ante estos planes surgieron dos nuevos problemas: la alarma por la financiación que el proyecto requería y, de nuevo, la envidia de los conseje-ros castellanos que expusieron otras tácticas ya que despreciaban a Sherley. Esto se justificaba con la vieja idea de la Monarquía Hispánica como una potencia en el ejército terrestre, lo cual se creía suficiente para vencer e imponerse.
La idea básica de Olivares radicaba en llevar a cabo completamente sus planes basándose en la colaboración de todos los reinos. Los informes encargados respecto de la política naval más conveniente a seguir especificaban
(...) formar para nuestra defensa marítima varias escuadras, de modo que esta Corona pueda realizar al fin la restauración comercial.
Los planes de Sherley se apartaban, pues, de los planes elaborados por el valido. El autor inglés pretendía, básicamente, imitar a los rebeldes holan-deses: explotar los puertos para la construcción y potenciar nuevas bases navales y comerciales, hechos que de paso animarían a la economía de los Países Bajos. En cuanto a la Península, seguiría ésta una política autárquica, lo que se traducía en un esfuerzo considerable para proteger las rutas hispanas y portuguesas.
Lo cierto es que con proyectos presentados por extranjeros o por el propio Olivares, en 1623 el proyecto para la reforma de La Flota de la Plata sólo prosperó al aceptar barcos holandeses e ingleses en las filas hispánicas ya que no quedaba otra opción
por la terrible escacez que padecemos en estos reinos. El mismo año, Felipe IV debió pedir a las Cortes de Castilla más dinero ante las alarmantes noticias de un gran rearme de los holandeses y el peligro que esto suponía; de tal magnitud se consideró el asunto que por primera vez en la historia de la Monarquía Hispánica se triplicaron, durante seis años, los presupuestos anuales para la marina de guerra. Por su parte, Olivares se centró en intentar convertir a los aristócratas de Sevilla con intereses comerciales, en futuros miembros del aún por crear Almirantazgo, algo que en otros estados europeos se hacía desde aproximadamente un siglo.
El estancamiento militar terrestre hizo que se valorara la marina de guerra a finales de la década de 1620 e inicios de la de 1630: se protegieron mediante corsarios los convoyes hacia los Países Bajos (que a su vez debían traer productos procedentes del Báltico) y se aprovecharon los períodos invernales para impulsar el corso hacia los rebeldes. Como testimonio de estos éxitos nos han llegado las palabras de Manuel Sueyro, un espía en Zelanda, en las que advertía la cólera causada entre los rebeldes a causa de las acciones navales hispánicas. Otras voces, como las del cardenal De la Cueva, o la propia gobernadora de los Países Bajos, Isabel, confirmaban esta opinión, añadiendo que el deseo de venganza de las Provincias Unidas contra la Monarquía Hispánica se estaba convirtiendo en deseo de reconciliación.
A esta derrota de los rebeldes se debe sumar la de los otros enemigos. Inglaterra, en este caso, fue quien sufrió las iras de los corsarios hispánicos, incluso en la ciudad de Londres. También allí la situación se invertía contra el enemigo y las mismas voces que empezaron a pedir la guerra pasaron ahora a pedir la paz.
Ahora bien, si esta política del corso aportó tales beneficios a la Corona, la prohibición de comercio con el enemigo afectó a la propia monar-quía. Desde los Países Bajos se veía cómo esta medida estaba poco a poco arruinando el país. Retama llegó a decir al rey y a su valido que estas medi-das que ahora aportaban quejas podían acabar con una rebelión en las "provincias obedientes". En 1627 las oleadas de protestas se hicieron más evidentes, pero nada se hizo desde el seno de la monarquía, puesto que ahora el conde-duque de Olivares tenía la vista fijada en el Báltico a resultas de la guerra de los Treinta Años. Con fecha de 1628 se encuentra un memorial de Olivares en el que se pone de manifiesto el pensamiento del valido en cuanto a la estrategia naval. En este caso el valido consideraba una guerra ofensiva por mar como la ruina de un Estado, con lo que su posición final consistió en intentar recurrir a la fuerza del Emperador para unir sus naves y cortar las líneas de suministro de los enemigos, hundiendo así la economía de las potencias protestantes del Báltico. Sin embargo, contra este plan se alzaron las voces de los comerciantes de Amberes, quienes querían reactivar su maltrecha economía y no contribuir de nuevo con sus barcos, hombres y dinero a un nuevo proyecto. Además, una guerra contra las potencias del Báltico les aportaría un nuevo enemigo a sumar a los holandeses e ingleses. Pero de nuevo Olivares atendía a otros asuntos: en esta ocasión a una posible invasión de Inglaterra para lo que necesitaba la colaboración de Francia, y por ello era necesario que Olivares pactara con Richelieu una posible ayuda en el asedio a La Rochelle. Poco a poco, el valido fue acrecentando sus expectativas respecto al poder naval, llegando a incluir en su lenguaje cotidiano metáforas relacionadas con el mundo del mar. Según Stradling, la sal había entrado definitivamente en sus venas
(...) Su mente se veía estimulada por la dimensión marítima de su trabajo. Se veía a sí mismo como piloto de la nave del Estado.
Poco a poco Olivares fue prestando más atención al mar, pero no por interés real, sino por la cada vez más desastrosa situación de los ejércitos hispánicos y por las llamadas guerras relámpago que contribuían a la sangría de dinero que escaseaba con el paso del tiempo. A su vez, el Almirantazgo se hallaba en una verdadera lucha interna para hacerse con el poder, de la que Spínola dejó un testimonio:
… me veo obligado a reconocer los problemas cada vez mayores por la falta de inteligencia entre el personal del Almirantazgo.
La situación fue a peor en el momento en que todos los oficiales de las flotas que no eran castellanos fueron relevados de sus puestos de mando, siendo sustituidos por castellanos poco o nada cualificados. La corrupción que se dio de inmediato paralizó todas las operaciones en activo o en proyecto. Según la gobernadora Isabel:
Nada impedirá la ruina de estas armadas, lo que sería de lamentar considerando la cantidad de bajas que han causado en nuestros enemigos.
En esta delicada situación se tuvo que prestar atención al Atlántico, espacio por el que navegaban a sus anchas piratas y corsarios y por lo que se paralizaron todas las acciones navales. El nuevo empeño militar de Olivares para firmar (a estas alturas y viendo la realidad) una paz honrosa con las Provincias Unidas, hizo al valido sopesar la importancia de las acciones nava-les. La plena conciencia de la armada como un poder efectivo llevó al valido a impulsar más el tema naval. Las palabras del marqués de Gelves recon-fortaron más aún a Olivares:
Cada escudo gastado en la armada aprovecha más que diez destinados a los Tercios, y no sólo por el daño acusado al enemigo, sino porque devuelve la inversión a la Corona (...) Dicha armada, sin embargo, demanda alguien que conozca la gente de la flota y sepa afrontarse a los problemas cuando surgen.
La archiduquesa Isabel fue, de nuevo, quien puso un tono de realidad en los proyectos de Olivares al instarle a buscar oficiales aptos y a establecer puntos estratégicos de control en el Mar del Norte y el Sund; sin embargo, los múltiples frentes abiertos en la Monarquía Hispánica hacían de cualquier proyecto una fantasía en cuanto a su financiación, sobre todo por la negativa de Felipe IV ante cualquier proyecto que fuera más allá de Castilla.
A partir de entonces los desastres tocaron plenamente a la monarquía y a sus flotas. La media de duración de un navío con la bandera de la Monar-quía Hispánica era de tan sólo setenta días en el mar. La desolación se empe-zó a apoderar de los barcos, llegando al extremo de quedar algunos de ellos en los puertos pudriéndose, al no poder pagar ni a las tripulaciones ni los víveres.
Los rebeldes holandeses apresaron dos veces seguidas la Flota de la Plata, logrando que su enemiga acérrima no renovara en absoluto sus maltrechas finanzas; además, el gran botín logrado por los Mendigos del Mar sirvió para frenar el descontento en las Provincias Unidas y recuperarse de las pérdidas en la guerra. El poderoso coloso hispánico se tambaleaba y su mejor baza, la armada, le seguía los pasos. El embajador de Venecia en Madrid envió una carta al Senado en 1632 en la que decía:
… los holandeses son ahora más que nunca los amos absolutos del mar, pues España ya no tiene marineros y apenas alguna fuerza naval de relieve.
Desastres como Matanzas destrozaron al completo la armada y la moral, pues cada vez abundaban menos los hombres dispuestos a morir en el mar. La desesperación por cubrir todos los frentes, en una clara inferiori-dad, llevó a que escuadras enteras sucumbieran a causa de los temporales en un desesperado intento de llegar a salvar tal puerto. Los corsarios también fueron víctimas de esta derrota general y cada vez eran más las víctimas ante los holandeses. En 1630 el monarca sueco Gustavo II Adolfo consiguió destruir una importante escuadra hispánica en el Báltico con lo que, además de dinamitar el proyecto hispano-imperial de dominio de la zona, se cortó la vía de suministros de materias primas necesarias para la construcción naval.
Con el conflicto con los holandeses abierto y en el peor momento para la Monarquía Hispánica, la Francia de Richelieu declaró la guerra en 1635. El marqués de Aytona aseguró a Felipe IV:
El mayor daño que podemos infligir a Francia es destruir su comercio y asegurarnos así la quiebra del rey francés.
Así, la armada era imprescindible en esta estrategia para nuevas guerras. El problema residía en que la guerra era para Francia un conflicto que iniciaba en un buen estado, mientras que la Monarquía Hispánica estaba, desde 1618, enfrascada en acciones militares por toda Europa. El proyecto de Aytona hacía bajar la guardia en las defensas francesas en el Atlántico, el Mar del Norte y la Península, embarcándose en nuevas reclutas -cada vez más difíciles- y en imposibles financiaciones. Otro error fue la poca previsión del rey y el valido en las alianzas entre Francia y las Provincias Unidas: eran ya dos enemigos muy poderosos en el mar, un medio que cada vez era más adverso para la Monarquía Hispánica. Los apoyos de los reinos periféricos eran nulos, pues sus infraestructuras estaban ya agotadas. Olivares decidió entablar negociaciones con Carlos I de Inglaterra para hallar soporte económico y servicios logísticos, pues hasta entonces usaban únicamente los puertos ingleses como puntos de refugio y reunión de los barcos. Sin embargo, los ingleses fueron lentamente retractándose de sus iniciales posiciones a medida que los acontecimientos se sucedían.
El desacuerdo de los gobernadores de los reinos periféricos, así como el inicio de las revueltas de Cataluña, Andalucía, Nápoles y Portugal hicieron que Olivares aceptara el fracaso de las empresas que se habían planeado, como, por ejemplo, el de un ataque definitivo contra Francia, lanzado desde ambos mares (...) y así hemos resuelto hacerlo si Dios quiere ayudarnos. Para más desesperación de Olivares, un espía castellano en La Haya informó sobre los rumores de actuación franco-holandeses:
Han comprendido que por sí solos pueden destruir la mayor parte de los negocios por mar y elevar al doble el coste de los actuales (...) perciben también que los españoles se resisten a abandonar sus métodos, que están encantados por las presas de los corsarios, y aún depositan toda su confianza y fe en grandes flotas comandadas por inexpertos.
Las angustias de Madrid crecían ante tales palabras, y el gobernador don Fernando de Austria no auguraba una situación mejor:
En el canal, el general Dorp está a la espera con sus barcos de guerra. Por si ello no bastara, el conde de Oñate me avisa que tanto los holandeses como el rey de Francia se esfuerzan por sumar a los suyos los barcos del rey de Inglaterra contra nosotros (...) Como veis, desde todas partes se nos condena y amenaza.
Todos los planes que Olivares tramó resultaron estériles. Alcalá- Zamora estimó las pérdidas de la Monarquía Hispánica entre 1638 y 1640 en más de cien naves, doce almirantes, cientos de oficiales y veinte mil marine-ros. Mientras estas cifras golpeaban a la Monarquía, Felipe el Grande emulaba a Felipe el Prudente aceptando el devenir de los acontecimientos como la voluntad divina del Ser Supremo, agradeciendo de antemano la victoria que le sería dada. En 1639, las dos batallas de Las Dunas, el almirante Tromp asestó un golpe total y absoluto al quebrado poder naval hispánico: las grandes pérdidas sufridas constituyeron un bache que la Monarquía Hispánica no superaría hasta el reinado de Carlos III. La Flota de la Plata ya sólo llegaba a costa por las acciones tan heroicas como suicidas de algunos oficiales muy entregados. Tras la caída del valido, Felipe IV tomó las riendas del poder. Algunos consejeros sugirieron la idea de aceptar en la precaria marina a corsarios holandeses leales, hecho al que el Consejo de Guerra reaccionó casi con horror:
No es conveniente permitir la entrada de los extranjeros con sus barcos (...) pues o bien se convertirían en piratas que infesten aquellos mares o saquearán en su propio provecho. Además, la flota se considera suficientemente fuerte.
Afirmar que la flota era aún fuerte era un verdadero eufemismo: los corsarios hacía ya tiempo que se autofinanciaban mediante sus pocas presas y lo peor era que la propia marina les tuvo que copiar la táctica.
Por otra parte, catalanes junto a franceses ocuparon enclaves estraté-gicos como Rosas y Tarragona, bases que sirvieron para realizar incursiones a los puertos hispanos del Mediterráneo. Stradling ha comparado la situación naval hispánica en este momento con una representación teatral, en donde el público ve casas y bosques en lo que es únicamente un decorado.
En 1648 la guerra se paralizó un tanto, debido a la paz con las Provincias Unidas; para Francia era un momento difícil, ya que Mazarino debía concentrarse en la insurrección de la Fronda, girando su poder militar hacia su casa. La paz con las Provincias Unidas y la capitulación posterior de Barcelona ofrecieron a Felipe IV, sino una ventaja, un respiro. El caso de Portugal seguía abierto y se convirtió en una obsesión para Felipe IV. Cabe añadir a este ambiente que el Lord Protector Cromwell firmó un tratado comercial con los Braganza y un pacto de amistad con Francia en 1655; ese mismo año pesaba una seria amenaza sobre la isla La Española, por mano de Inglaterra, que finalmente ocupó Jamaica ante la pasividad forzada del Rey Católico.
El pacto de amistad anglo-francés se tornó en 1657 en una alianza defensiva contra la Monarquía Hispánica. La guerra contra Inglaterra llevó a reunir todos los barcos posibles, fuera cual fuera su nacionalidad. Las reformas militares navales del Lord Protector y la pericia de sus almirantes, como Blake y Oliver, convirtieron finalmente la esperanza de Felipe IV en un sueño frustrado. Las ilusiones militares de antaño de poco servían ahora. El miedo al fracaso llevó a algunos consejeros a escribir palabras como:
tenemos que construir una gran armada, con la que rechazar al enemigo. Don Juan de Austria será su almirante... pero no hay dinero para nada y no podemos apelar a ninguna fuente.
Diego Enríquez de Villegas, experto comentarista militar, ideó una escuela en 1657 para generar una clase de nobles castellanos marineros, a modo de academia militar. Su plan, como otros tantos, se obvió en una Castilla con una clara y marcada cultura militar terrestre.
La reputación del poder militar se le arrebataba a la Monarquía Hispánica. Las Provincias Unidas e Inglaterra quedaron como las potencias marinas, y Francia como la potencia militar terrestre. La Monarquía Hispánica era la gran derrotada.