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unmerged(10132)

Primo de Ignatius Reilly
Jul 8, 2002
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El sable de Beresford

Como sólo tienen memoria para lo que les interesa, conviene refrescársela

Lo bueno que tienen los bicentenarios es que van en ambas direcciones, como la Historia. Y todos tenemos motivos para descorchar botellas o agachar las orejas. Pensaba en eso con lo de Trafalgar, mientras a los súbditos de Su Graciosa les rebosaba la arrogancia y el chundarata con la espuma de cerveza. No creo, pensé observándolos, que celebren con ese entusiasmo y esa chulería el próximo aniversario que les toca, el año que viene, cuando se cumplan dos siglos desde el comienzo de las fracasadas invasiones inglesas en el Río de la Plata. Con tanto sobarse la gloria de la Invencible a Trafalgar y de ahí a las Malvinas, los futuros súbditos del Orejas siempre pasan de puntillas por encima de las estibas contundentes que, por ejemplo, les dieron Navarro en Tolon, Blas de Lezo en Cartagena de Indias, o los canarios al invicto Nelson –dejándolo manco– en Tenerife. Por eso dudo que monten parada naval o desfiles con fanfarria patriotera dentro de unos meses, cuando se cumplan doscientos años desde el comienzo de su maniobra para arrebatar a España las colonias en América del Sur. Y como sólo tienen memoria para lo que les interesa, conviene refrescársela. Incluyendo, por ejemplo, una cita del propio Times, que en su momento calificó la cosa –una vez fracasada, claro, y tras aplaudirla antes– como «una empresa sucia y sórdida, concebida y ejecutada con un espíritu de avaricia y pillaje sin paralelos».

El asunto empezó cuando, crecida por lo de Trafalgar, Inglaterra invadió Buenos Aires, en junio de 1806, con mil seiscientos soldados bajo el mando del general Beresford. Como de costumbre, el motivo era altruista y filantrópico que te rilas: devolver la libertad a los pueblos oprimidos por la malvada España, y de paso –pequeño detalle sin importancia– conseguir materias primas y consolidar mercados para el comercio inglés donde hasta entonces sólo podía penetrar mediante el contrabando. Para facilitar esa angelical liberación de los oprimidos, lo primero que hicieron los británicos fue proclamar allí la libertad de comercio –sólo con Inglaterra, por supuesto–, enviar a Londres el tesoro local bonaerense –millón y pico de pesos en oro–, y establecerse militarmente en la zona sin hablar ya de independencia para el virreinato. Al contrario: ante el consejo de ministros, el rey Jorge III declaró «conquistada la ciudad de Buenos Aires». Pero el gorrino salió mal capado: bajo el mando de Santiago de Liniers, españoles y criollos recobraron la ciudad, dándoles a los rubios las suyas y las de un bombero. Con ciento cincuenta bajas, hecho polvo, Beresford tuvo que rendir sus tropas y constituirse prisionero –luego se fugó, faltando a su palabra–, y del episodio quedó un bonito cuadro, poco exhibido en Inglaterra, donde se le ve con la cabeza gacha, entregando el sable a los españoles.

El segundo episodio empezó en enero de 1807. Con veinte barcos y 12.000 soldados, los generales Withelocke, Crawford y Gower volvieron a la carga, tomaron Montevideo –en el acto se establecieron allí enjambres de comerciantes británicos dispuestos a liberar a los oprimidos un poco más– y en junio los ingleses atacaron Buenos Aires por segunda vez. Ahora tampoco hablaban ya de dar libertad e independencia a nadie. Y echaron carne dura al asador: 8.000 soldados veteranos avanzaron por las calles de la ciudad; pero los frenó la gente, peleando casa por casa. «Todos eran enemigos –escribiría el coronel inglés Duff–, todos armados, desde el hijo de la vieja España al esclavo negro.» El ataque decisivo del 3 de julio se estrelló contra la resistencia urbana organizada por Liniers: las tres columnas inglesas que pretendían alcanzar el centro de Buenos Aires, pese a que avanzaron imperturbables dejando un rastro de muertos y heridos, tuvieron que retroceder y atrincherarse, acribilladas a tiros y pedradas desde las ventanas y azoteas de las casas. Resumiendo: recibieron las del pulpo. Luego los porteños, con ganas de cobrarse las molestias, contraatacaron a la bayoneta hasta que «por los caños corrió la sangre». Con casi tres mil fulanos muertos y heridos, los malos tuvieron que rendirse, evacuar Montevideo y regresar a Inglaterra con el rabo entre las piernas. «Jamás creí –escribiría después el general Gower– que los rioplatenses fueran tan implacablemente hostiles.»

Así que ya ven. Este año tocó Trafalgar. Vale. Pero en el 2006 y el 2007 toca Buenos Aires. No se puede ganar siempre.



(ahí les ha dao :D)
 
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Bobby Shaftoe said:
WiRe, si buscas en la página de Reverte, tiene un buen artículo sobre Kamen.

Muy bueno. :D

Gracisa Bobby, voy a echar una ojeada :)

(cinco minutos después)

Pues no lo veo :(. Hay dos páginas con nombre capitán alatriste, una la oficial de Perez Reverte y otra sobre el libro y la peli. ¿es alguna de las dos?

saludos
 
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Kgw said:
Supongo que se refiere a la oficial de Pérez-Reverte: www.capitanalatriste.com

Si, en el frame izquierdo, le das a Textos de ayer y hoy. Ahí, a Patente de corso, y tienes un buen puñado de artículos de opinión de Reverte. En uno de esos habla de Kamen, pero no le menciona así en el título, así que tienes que leerlos todos. :D Aunque bueno, eso no es que sea precisamente desagradable.

Aquuí está:

Arturo Pérez Reverte said:
La Historia, la sangría y el jabugo
Hay que ver. En cuanto se toma dos vasos de sangría en los cursos de verano, cierto historiador inglés se pone a cantar por bulerías sin sentido del ridículo. Me refiero a mister Kamen, don Henry, quien cree que vivir en Cataluña, como vive, y que allí algunos le aplaudan las gracias mientras trinca una pasta de subvenciones, cursos y conferencias, lo convierte en árbitro del putiferio hispano. Así que, tras contar nuestra Historia a su manera, ahora critica cómo la cuentan otros, lamentando que España –a excepción de Cataluña, donde, insisto, mora y nunca escupe– no tenga tan buenos historiadores como él.

Uno, que modestamente tiene sus lecturas, le sigue la pista a mister Kamen y está familiarizado con sus dogmas hechos de frases despectivas sobre este o aquel punto de la historia de España; con sus afirmaciones sin más fundamento que el ambiguo terreno de las notas a pie de página; con su acumulación de citas ajenas; con sus habituales «fuentes manuscritas completamente nuevas» descubiertas en archivos nunca visitados por español alguno, que tanto recuerdan las falsas exclusivas de los diarios sensacionalistas ingleses. Etcétera. En su último libro, Imperio, donde las palabras «nación española» aparecen entre comillas, dedica setecientas once páginas a afirmar que eso de que España conquistó el mundo es un cuento chino, que quienes hicieron el trabajo fueron subcontratas de italianos, belgas, holandeses, alemanes, negros e indios, y que los españoles –«los castellanos», matiza– se limitaron a poner el cazo. En materia cultural, quienes animaron América fueron los holandeses, y a la literatura del Siglo de Oro, cerrada e indolente, no la afectó para nada el humanismo italiano. También afirma que es dudoso que el español fuese la primera lengua de todo el imperio, que Nordlingen la ganaron los alemanes, San Quintín los valones, Lepanto los genoveses, y Tenochtitlán y Otumba los tlaxcaltecas. De postre, las relaciones históricas de los siglos XV, XVI y XVII son propaganda escrita por castellanos a sueldo, Nebrija compuso su gramática española para hacerle la pelota a Isabel la Católica, y Quevedo era, como todo el mundo sabe, un ultranacionalista y un facha.

La última del caballero me honra personalmente. En un reciente artículo de prensa, sostiene que en España nadie, excepto un novelista llamado Benito Pérez Galdós y otro llamado Pérez-Reverte, ha escrito nada sobre la batalla de Trafalgar. Sólo esas dos novelas, dice Kamen, y ningún libro de Historia. «Habrá este año un buen libro académico sobre Trafalgar –dice–, pero se publicará fuera de España». Debería consultar el hispanista los clásicos de Ferrer de Couto, Marliani, Pelayo Alcalá Galiano, Conte Lacave y Lon Romero, por ejemplo. Y si los encuentra desfasados, puede completarlos con el Trafalgar de Cayuela y Pozuelo, Trafalgar y el mundo atlántico de Guimerá, Ramos y Butrón, Trafalgar de Víctor San Juan, Trafalgar de Agustín Rodríguez González, Los navíos de Trafalgar de Mejías Tavero, o la obra monumental, definitiva, La campaña de Trafalgar, del almirante González-Aller. Aparecidos todos antes de la publicación del artículo de Kamen. Mas lo que caiga.

Para el notorio hispanista anglosajón, todo eso no existe. Y además le parece mal que unos aficionados como Pérez Galdós y el arriba firmante –marcando humildemente las distancias con don Benito, matizo yo– hayamos tocado el asunto. Trafalgar es cosa de historiadores, dice, y no de novelistas. De novelistas españoles, ojo. Pues no pone pegas a novelistas anglosajones como O’Brian, Forester, Alexander Kent o Dudley Pope, que –ellos sí–, rigurosos, veraces, pueden escribir cuanto quieran sobre heroicos marinos ingleses que luchan por su nación –esa la escribe Kamen sin comillas– y por la libertad del mundo frente a españoles cobardes, sucios y crueles a los que, encima, durante los abordajes, siempre les huele el aliento a ajo. A diferencia de las inglesas, tan objetivas siempre, Kamen apunta que en las novelas españolas «los buenos son españoles y malos todos los demás», lo que prueba que no se ha enterado de nada, ni con Galdós ni conmigo. De Cabo Trafalgar critica además «el insólito lenguaje», pero eso es lógico: hasta para un hispanista de campanillas, traducir «inglezehihoslagranputa» tiene su intríngulis.

Así que una sugerencia: siga trincando, disfrute de la sangría y el jabugo, y no me toque los cojones. Don Henry.
 
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jajaja que bueno! :D
 
Hombre, mal que me pese contradecir a d. Arturo, Henry Kamen es autor de un libro sobre la Inquisición que es referente en cualquier estudio, y de una biografía de Felipe II bastante buena (e imparcial*). Kamen es un historiador reconocido... lo cual no hace que esté en posesión de la verdad.

(* o sea, parcialísima para algunos anglosajones... no dice nada que comiera niños :p)
 
Kgw said:
Hombre, mal que me pese contradecir a d. Arturo, Henry Kamen es autor de un libro sobre la Inquisición que es referente en cualquier estudio, y de una biografía de Felipe II bastante buena (e imparcial*). Kamen es un historiador reconocido... lo cual no hace que esté en posesión de la verdad.

(* o sea, parcialísima para algunos anglosajones... no dice nada que comiera niños :p)

Eso es verdad. El libro sobre Felipe II (Felipe de España) es bastante bueno e imparcial, uno de los de biografías que más me gustó. El de la Inquisición no lo he leido, pero la verdad, en "Imperio" si es verdad que metió la pata un poco (quizá para llamar la atención, polemiza, que eso siempre vende...).
 
Trencavel said:
Eso es verdad. El libro sobre Felipe II (Felipe de España) es bastante bueno e imparcial, uno de los de biografías que más me gustó. El de la Inquisición no lo he leido, pero la verdad, en "Imperio" si es verdad que metió la pata un poco (quizá para llamar la atención, polemiza, que eso siempre vende...).

En Felipe II también indicó clarísimamente que España venció gracias a los valones como critica Reverte, y en Lepaton tres cuartas. El libro esta bien pero en las victorias decisivas clarísimamente quita mérito a los españoles, es decir, a los tercios viejos.

saludos
 
Extraido en Felipe II, sobre San Quintín, del amigo Enrique :D

Mas trade la mitología oficial proclamó la victoria como española. Muy lejos estuvo de serlo. Del total de las fuerzas de Felipe, unos 48000 hombres y no todos participantes en la batalla, solamente 12 % era español. El 53 aleman, el 23 % neerlandes, y el 12% ingles. Ninguno de los comandantes principales era español, entre ellos, Saboya, Egmont, el duque Eric de Brunswick y el baron Von Munchhausen.

Esa es su conclusión de la batalla.

Curiosa conclusión, cuando en el ala izquierda se ubicaba el Tercio de Navarrete, el ala derecha con aportación española, su comandante era Alonso de Caceres, y el comandante de la vanguardia era Julián Romero (uno de los mejores maestres de campo de la época). Menos mal que no hubo comandantes españoles de importancia, y debe ser que el tercio de Navarrete eran mochileros que andaban por allí forrajenado para los alemanes y demás :p. Sobre ese porcentaje de participación, pues francamente no lo se, me extraña sobremanera cuando un 12 % de 48.000 son 5800 hombres aproximadamente, y que yo tenga entendido en San Quintín participaron varios tercios viejos y cada tercio son 3000 hombres :rolleyes:
Es innegable que no es una batalla con sabor totalmente español, y que Manuel Filberto de Saboya y Egmont fueron claves, pero me parece una conclusión un poco aventurada y más cuando parece tener más interes en dejar claro que la victoria no fue española que en explicar la batalla en sí, a la cual dedica apenas unas lineas.

saludos


Pd y que conste que el autor se merece todo mi respeto como historiador y me gusto bastante su biografía sobre Felipe II :)
 
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WiRe said:
Extraido en Felipe II, sobre San Quintín, del amigo Enrique :D

Felipe II de Henry Kamen said:
Más tarde la mitología oficial proclamó la victoria como española (...) y el baron Von Munchhausen.
Esto le pasa por fiarse de las crónicas del Baron de Munchaussen :p :D :rofl:
 
:rolleyes:

Me temo que esta vez voy a tener que discrepar un poco con el por mí muy apreciado y admirado Arturo Pérez Reverte.

Para empezar, estoy seguro de que nadie "festeja" sus derrotas históricas. Y cuando digo nadie, incluyo a cualquier país del Mundo (¿o acaso España alguna vez ha festejado el desastre de Annual o el de Cavite?).

Cuando un país conmemora alguna derrota, lo hace por alguno de los siguientes motivos:

- Mantener en su pueblo el sentimiento de agravio o afrenta históricos, a fin de que perdure cierto deseo de revancha y la voluntad de no claudicar en la exigencia de su reparación (p.e.: la captura de las Malvinas por los ingleses en el s. XIX).

- Estimular cierto sentimiento de culpa en el bando vencedor de una contienda(p.e.: la conmemoración del bombardeo de Hiroshima).

Así que, según la lógica de los tiempos desde la Edad del Bronce (por lo menos) a esta parte, que los ingleses festejen Trafalgar y prefieran no acordarse de las invasiones de 1806 y 1807 al Río de la Plata, no solo entra dentro de lo asumible, sino que además no habría por qué esperar otra cosa ni escandalizarse porque festejan una victoria legítima y de alta significación en su devenir histórico.

Tales invasiones, en la corta historia de Argentina, revisten el carácter de epopeya. En la dilatada historia británica, y frente a hechos que los han marcado de manera más profunda y perdurable, esas derrotas son meramente episódicas.

Acerca de su muy resumido relato en torno a este asunto, Pérez Reverte ha cometido un par de imprecisiones que en lo esencial no desvirtúan la historia.

Sin embargo, para aclararlo me permito añadir un análisis comentado al respecto. No es mío: es un "copy & past" de un texto que encontré en Internet, al que le agregué algunos comentarios míos para aclararlo un poco.

Es un poco extenso, pero tal vez podría interesarle a alguien.

Las invasiones inglesas al Río de la Plata


En el contexto de las guerras napoleónicas la alianza que selló con Francia en 1795 le costó a España la pérdida de lo que le quedaba de su poder naval en Trafalgar y una subordinación creciente al poder del Emperador. En ese contexto que condujo a un permanente embate inglés contra las posesiones coloniales de Francia, un ataque británico a las colonias españolas en América era posible y quizás probable, a pesar de que el pensamiento estratégico del gobierno británico por el momento no favorecía tal operativo debido a que tendería a consolidar la alianza franco-española. Sin embargo, el azar, que en esta instancia se tradujo en la desobediencia de un marino inglés, intervino en esta historia de manera de materializar lo que aparentemente era una gran oportunidad para el Reino Unido: fortalecerse en un enclave estratégico en la América meridional.

En efecto, la decisión de lanzar una invasión al Río de la Plata fue una iniciativa personal del Comodoro Sir Home Popham. Popham era amigo del revolucionario venezolano Francisco Miranda, que años atrás había ofrecido al primer ministro británico William Pitt el Joven la hegemonía del mercado indiano a cambio de la independencia sudamericana. Varios proyectos para la independencia de las colonias españolas habían sido presentados al gobierno británico por Miranda, incluyendo una suerte de monarquía constitucional con un Inca como emperador. Sin embargo, la paz de Amiens de 1802 detuvo estos proyectos, que habían interesado al gobierno británico. Popham había apoyado estos planes, e incluso había presentado un proyecto en noviembre de 1803 que incluía la conquista de Buenos Aires.

No obstante, el gobierno inglés no concedió ayuda a Miranda. Cuando gracias a la victoria de Trafalgar la armada inglesa adquirió mayor libertad de maniobra, el ministro de guerra lord Castlereagh prefirió lanzarse a la conquista del Cabo de Buena Esperanza, en el extremo sur del continente africano, que estaba débilmente defendido por los holandeses. Popham fue designado para encabezar la flota, y el mayor general sir David Baird fue nombrado comandante en jefe de las fuerzas expedicionarias británicas. Habiendo logrado la conquista de Ciudad del Cabo el 25 de julio de 1805, e inspirado por las ideas de Miranda, Popham renovó su proyecto y se dirigió hacia el Río de la Plata por su cuenta, aunque con la anuencia de su jefe, el general Baird. Popham obró a pesar de la orden de Pitt del 29 de julio de 1805, de suspender “toda operación hostil a España en Sud América”. Lo hizo sin saber que Pitt había muerto en enero de 1806, confiado del éxito, y creyendo que a pesar de su desobediencia, éste lo recompensaría por sus servicios, ya que después de la derrota de Austerlitz y el fracaso de Miranda en Venezuela, el gobierno británico necesitaba políticamente de un éxito como compensación. No se equivocó demasiado, ya que enfrentado al hecho consumado, el gabinete inglés apoyó la decisión de Popham, y entusiastas londinenses le obsequiaron un sable de honor. Por otra parte, el secretario de guerra lord Windham dio órdenes claras de que las fuerzas británicas no debían comprometerse con los esfuerzos de los revolucionarios sudamericanos, demostrando que había habido cierto giro en la política del Reino Unido después de la muerte de Pitt.

Parece muy perceptivo el comentario de M. A. Cárcano (historiador argentino) cuando afirma que para comprender las circunstancias que hicieron posible la iniciativa privada de Popham, se requiere no sólo recordar que este género de iniciativas ya tenía ilustres antecesores en la tradición inglesa, cual Nelson y Rooke (que tomaron Gibraltar y Tenerife desobedeciendo órdenes), sino que también hay que hacerse una idea de la proliferación, en las capitales europeas de entonces, de agentes provocadores y aventureros: “en un ambiente propicio para la intriga y la guerra, patriotas americanos, precursores iluminados, despiertan la audacia y la codicia de militares desocupados y ministros ambiciosos, que hallan en la debilidad del imperio español ancho campo para satisfacer sus intereses”.

Por otra parte, Popham se lanzó a su aventura porque creyó que existía un conflicto de intereses en el Virreinato del Río de la Plata, entre el gobierno español, que se oponía al libre comercio, y los comerciantes que lo deseaban. Pero esto -que provenía de las ideas de Miranda y de la insuficiente información de inteligencia que poseía Popham- era solamente cierto respecto de las ciudades costeras. Además, la Iglesia se convertiría en un duro enemigo de los "herejes" británicos.

Las probabilidades de éxito de Popham eran aún menores porque, debido a las ambiciones militares del general Baird (su jefe en Ciudad del Cabo), se le ordenó que nombrara Vicegobernador de Buenos Aires al comandante de las fuerzas invasoras, General William Carr, vizconde de Beresford. Esta imposición, que no formaba parte de los planes iniciales de Popham, impidió la posibilidad de proclamar la independencia del invadido virreinato. De tal modo, los ingleses llegaron como conquistadores y no como libertadores, como lo hubiera deseado Popham y lo deseaban algunos porteños. Por cierto, el hecho de que la invasión fuera conquistadora defraudó las expectativas generadas por agentes británicos que habían visitado Buenos Aires en 1804, como James F. Burke y Thomas O'Gorman. Estos habían difundido las ideas de Pitt, especialmente en lo que se refiere a la independencia de las colonias americanas de España. Supuestamente, según éstos, para proteger la independencia el Reino Unido sólo pediría compensaciones comerciales y una política liberal. Por otra parte, algunos porteños, como Saturnino Rodríguez Peña, estaban en contacto directo con Miranda, y esto también los condujo a creer que el Reino Unido favorecería sus aspiraciones de independencia. Por consiguiente, hubo muchos decepcionados por el hecho de que al apoderarse de Buenos Aires los ingleses la declararan incorporada al Imperio Británico.

Por otra parte, para afianzar su conquista los británicos tampoco estaban dispuestos a poner en marcha una revolución social (por ejemplo, liberando esclavos), porque eran demasiado conservadores para una maniobra de ese tipo. Este conservadurismo también obró en contra de las posibilidades de éxito de los ingleses. Más aún, el peligro de que los ingleses desencadenaran una tal revolución no se le escapaba a los más perspicaces entre los porteños, a tal punto que el patriota Juan Martín de Pueyrredón hizo correr el rumor de que los ingleses se proponían soliviantar a las castas oprimidas, con el objeto de generar miedo en la población criolla y despertar aún más oposición contra los invasores. Como consecuencia de la suma de todos estos factores, la oposición local a los británicos fue prácticamente unánime.

Las fuerzas de Beresford, que eran esperadas en Montevideo, desembarcaron inesperadamente en Quilmes. Ante la emergencia, el virrey Sobremonte huyó con el tesoro a Córdoba, designándola capital del virreinato el 14 de julio de 1806. Rápidamente, el 27 de julio los invasores se apoderaron de la ciudad de Buenos Aires. Decretaron la libertad de comercio, ofrecieron garantías a los habitantes, les aseguraron el respeto a la propiedad y el derecho de ejercer la religión católica, y los eximieron de la obligación de combatir contra su país. También les ofrecieron la nacionalidad británica, y declararon que el Cabildo y los magistrados continuarían en el ejercicio de sus funciones. Por otra parte, exigieron el juramento de lealtad al rey Jorge III a las autoridades civiles y eclesiásticas, a los comerciantes y a los vecinos principales, lo que causó un revuelo de indignación entre la gente común, a la vez que los destinatarios de la medida la acataron, en su mayor parte, con total sumisión: Manuel Belgrano fue uno de los pocos "patriotas" que se negaron a la jura, emigrando a la Banda Oriental.

Tal como se sugirió anteriormente, la oposición de la Iglesia al "hereje" y la fe católica de la población fueron importantes factores en la gesta de la reconquista, en la que -más allá de la complicidad de algunos vecinos principales- estuvieron unidos españoles y criollos. La huida de Sobremonte y la rendición militar, por otra parte, habían desprestigiado enormemente a las autoridades, quedando el Cabildo como la única autoridad que gozaba del respeto popular. Jacques de Liniers y Bremond (un teniente de corbeta francés destacado en Buenos Aires por el gobierno de Napoleón) se hizo cargo del mando militar por mandato de éste, y "a nombre de Carlos IV".

Gracias principalmente al fervor popular, Beresford fue derrotado y se rindió el 12 de agosto a las fuerzas organizadas por Santiago de Liniers. La contienda, sin embargo, estaba lejos de estar resuelta, ya que la escuadra de Popham bloqueaba el Río de la Plata. Al día siguiente de la Reconquista, ausente el virrey, el Cabildo, tomándose atribuciones que eran jurídicamente dudosas, convocó a los vecinos principales a un Congreso General para "afirmar la victoria". Con el entusiasta apoyo de dos grupos de activistas, uno de criollos y el otro de españoles seguidores de Martín de Álzaga, la asamblea exigió la sustitución del virrey Sobremonte. No obstante, porque el Cabildo no estaba facultado legalmente para sustituir al virrey, se optó por pretender que éste estaba enfermo, y se designó a Liniers comandante militar de la plaza, como teniente del virrey. Este evento, acaecido el 14 de agosto de 1806, fue de una enorme significación en tanto, aunque intentaran disfrazar los hechos, los funcionarios reales vieron torcida su voluntad por la presión popular y la decisión de un órgano subalterno de gobierno como el Cabildo.

Como consecuencia, el virrey consintió en delegar el gobierno militar de Buenos Aires en Santiago de Liniers y el gobierno político en el regente de la Audiencia, Lucas Muñoz y Cubero, mientras estuviera ausente de la capital. Lo que es más, en los hechos este condicionante no era más que una ficción. Cuando se produjo el anuncio de que el virrey deseaba regresar a Buenos Aires, Pueyrredón se dispuso a detenerlo con un escuadrón de húsares, mientras el pueblo se preparaba para impedir su entrada en la capital. En Buenos Aires reinaba un fervor popular que era a la vez patriótico y militarista. En alguna medida, las masas estaban ocupando un lugar que nunca antes habían tenido, y que luego no abandonarían por muchas décadas. Liniers organizó la defensa con enorme apoyo de la población, pero en un contexto en el que era la tropa la que proponía a los jefes. Más aún, varios caciques ofrecieron al Cabildo alrededor de 30.000 indios guerreros, armados y con cinco caballos cada uno, oferta que el Cabildo optó por dejar para un momento más "oportuno" debido al peligro que representaba llevar semejante fuerza indígena a la ciudad.

Por otra parte, inmediatamente después de producida la reconquista Beresford y Liniers mantuvieron varias entrevistas en las que convinieron un armisticio secreto por el cual los soldados británicos podían embarcarse con sus armas en sus propios transportes, para ser canjeados por prisioneros españoles en Europa. Sin embargo, cuando Beresford quiso poner en práctica este arreglo, el gobernador de Montevideo, Pascual Ruiz Huidobro, le negó su colaboración, a la vez alentado y exigido por las masas que, movilizadas y en armas, habían hecho posible la reconquista. El gobernador alegó que Liniers no tenía autoridad para llegar a semejante arreglo, y en verdad, más allá de los argumentos de leguleyos, la oposición popular lo hubiera tornado catastrófico. Este fenómeno fue de la mayor relevancia, ya que, al decir de Harry Ferns,las invasiones inglesas y la reconquista representaron el primer paso en la movilización de un gauchaje que de ahí en más y hasta 1880 se convertiría en un factor fundamental de la política argentina.

En efecto, cuando la opinión pública se enteró del armisticio convenido entre Liniers y Beresford, hubo sorpresa e indignación, ya que la rendición incondicional del segundo cuando izó la bandera española en el Fuerte había sido presenciada por mucha gente. El general británico se resistía, sin embargo, a renunciar a tan conveniente arreglo, y el 31 de agosto Beresford ordenó a sus oficiales que se abstuvieran de dar su palabra de no combatir contra España si no se cumplía el armisticio. Por su parte, el 6 de septiembre el gobernador Ruiz Huidobro comunicó a Popham que la capitulación con Liniers era nula por haberse firmado cuatro días después de la rendición. Ya para ese entonces había llegado al Río de la Plata una nueva escuadra británica, con 61 buques y alrededor de 11.000 soldados, que se lanzaron a la ocupación de la Banda Oriental para facilitar un nuevo asalto a Buenos Aires. En febrero de 1807 caía Montevideo. El clamor general exigía la internación de los prisioneros, que ante la nueva arremetida británica eran un peligro para la seguridad del país, pero aun en esas circunstancias Liniers no aprobaba la internación. En vista de la actitud de éste, la Audiencia y el Cabildo pidieron su reemplazo a Madrid.

Por otra parte, el envío de la nueva escuadra a Buenos Aires respondió al entusiasmo producido en Londres por el éxito inicial de la expedición de Popham y por el rumbo dado a la política exterior después de la muerte de Pitt. En realidad, la nueva escuadra reunió a varias fuerzas que previamente habían tenido otros destinos. Entre ellas, por ejemplo, se encontraba una expedición de 4.200 hombres al mando del brigadier Crawford, desviada al Río de la Plata pero que originalmente se dirigía a Chile, y cuyo primer objetivo había sido establecer una fuerte posición militar en el Pacífico. Otra fuerza, al mando del brigadier general Samuel Auchmuty, había partido de Falmouth el 11 de octubre de 1806 con 3.800 hombres; y poco antes había zarpado aun otra escuadra, al mando del contralmirante Stirling, el reemplazante de Popham. El teniente general John Whitelocke fue designado jefe de todas las fuerzas británicas en el Río de la Plata, y zarpó rumbo al mismo con 1.600 hombres y una escuadra poderosa al mando del almirante Murray. Las instrucciones eran claras: establecer una posición de fuerza en la costa desde donde emprender operaciones futuras, y no fomentar ningún acto de insurrección, demostrando a la vez las ventajas del gobierno británico y de la unión con su imperio.

Las fuerzas británicas fueron llegando paulatinamente, y el 5 de enero Auchmuty y Stirling resolvieron abandonar Maldonado y atacar Montevideo, penetrando en ésta el 3 de febrero. Como una represalia por la falta de cumplimiento de la capitulación con Beresford, la población de Montevideo fue tratada con dureza, tomándose prisioneros a muchos oficiales y soldados, incluyendo al gobernador Ruiz Huidobro, que fueron embarcados para Gran Bretaña.

Con la toma de Montevideo, por otra parte, la ya muy desprestigiada autoridad real en Buenos Aires se desmoronó. El clamor por la destitución del virrey Sobremonte alcanzaba a los vecinos principales, los militares, y por supuesto al pueblo. El 10 de febrero Liniers convocó a la Junta de Guerra, asistiendo a la reunión en el Fuerte las autoridades y algunos vecinos. El comerciante español Martín de Álzaga tomó la iniciativa de pedir la deposición de Sobremonte, y se resolvió que el Cabildo solicitaría a la Audiencia la suspensión de sus funciones y su arresto. Incluso recaía sobre él la sospecha de complicidad con los británicos debido a que se había negado a entregar a Liniers cabalgaduras para la defensa de Montevideo. Como medida temporal, la Junta General lo suspendió de sus cargos de virrey, gobernador y capitán general, deteniéndolo y confiscando también sus bienes.

El regente de la Audiencia se hizo cargo del gobierno y nombró a Liniers comandante de Armas y brigadier de la Real Armada, "con el mando de la ciudad de Buenos Aires y su territorio, interinamente hasta nueva orden Real". Más tarde, conocidos en España los episodios de la reconquista, la corona resolvió enjuiciar a Sobremonte por la entrega de Buenos Aires, y designó virrey interino a Pascual Ruiz Huidobro, que estaba en Gran Bretaña, preso de los ingleses. Más allá de esto, lo que estaba cada vez más claro era que la autoridad real estaba completamente devaluada en el Río de la Plata, en el que en la práctica, aunque acosado por los ingleses, imperaba la autodeterminación. No se esperó la decisión de la Corona para tomar medidas extremas contra el virrey, y se actuó en el marco de lo que, desde el punto de vista de las leyes del reino, era la ilegalidad más absoluta. Los mismos peninsulares radicados en Buenos Aires, como Álzaga, alentaron la medida. A su vez, las clases populares exigían exaltadamente el derrocamiento de aquél.

Mientras tanto, el general Beresford, prisionero en el Río de la Plata, conspiraba con algunos patriotas para escaparse arguyendo que en realidad Gran Bretaña deseaba la independencia de esas provincias, y que él era el único que podía evitar un ataque inglés a Buenos Aires desde Montevideo. Entre otros, Saturnino Rodríguez Peña y Manuel Aniceto Padilla aceptaron esas argucias, y a pesar de que Martín de Álzaga levantó la voz de alarma y consiguió que el fiscal Villota previniera a Beresford que sería internado a Catamarca, éste fue liberado por el primero y sus amigos antes del traslado, conjuntamente con otro oficial británico, el teniente coronel Pack. Ya liberado y fuera del alcance de los patriotas, Beresford conversó con Auchmuty, no obstante lo cual los británicos intimaron la rendición de Buenos Aires el 26 de febrero de 1807, al día siguiente de esas conversaciones. A partir de entonces, Beresford no volvió a hablar de la independencia del Río de la Plata.

En estas circunstancias, Whitelocke ordenó la concentración de todas sus fuerzas en Montevideo y resolvió atacar Buenos Aires. El desembarco se realizó en la Ensenada de Barragán el 28 de junio de 1807, y el 3 de julio los ingleses intimaban la rendición de la plaza. Mientras tanto, el 29 de junio, apenas un día después de la puesta en marcha de la invasión a Buenos Aires de parte de Whitelocke, había llegado desde España la Real Orden fechada el 24 de febrero por la cual (como ya se dijo) se nombraba virrey interino a Ruiz Huidobro, brigadier de la Real Armada a Liniers, y se establecía que en el caso de vacancia del cargo de virrey el mismo recayera interinamente sobre el jefe más antiguo. Como Ruiz Huidobro estaba preso en Gran Bretaña, Santiago de Liniers y Bremond accedió al cargo de virrey poco antes de entrar en batalla con los invasores.

En Buenos Aires se decretó una "situación de alarma". El Cabildo se declaró en sesión permanente. Se emitieron severos bandos contra quienes difundieran ideas derrotistas, y se censó y vigiló a los extranjeros, a la vez que se envió al Interior a los oficiales británicos prisioneros. El 1 de julio Liniers fue vencido en las afueras de Buenos Aires. En ese momento crucial, Whitelocke perdió la oportunidad de entrar a una ciudad momentáneamente desmoralizada. En vez de ello, intimó dos veces su rendición, mientras la ciudad continuaba con sus preparativos de defensa, organizados por Álzaga mientras duró la corta ausencia de Liniers.

Finalmente, tres días después de la derrota inicial de Liniers la ciudad fue atacada torpemente, con un ejército fraccionado en muchas columnas, sin apoyo de la escuadra ni de la artillería, aparentemente porque Whitelocke no deseaba apoderarse de una ciudad en ruinas. No necesita repetirse aquí la tradicional narrativa argentina sobre aquella heroica defensa en la que cada edificio se convirtió en trinchera y cada esquina en una trampa mortífera.

La jornada del 5 de julio terminó con el Retiro y la Residencia en manos del invasor, pero con el centro de la ciudad intacto y los británicos desmoralizados. En este contexto, una nueva ofensiva española terminó con la resistencia de importantes jefes británicos, como Crawford y Pack. Las reservas del general Mahon llegaron cuando el grueso de la fuerza británica ya había sido vencida.

A partir de allí, Liniers y Alzaga conminaron a Whitelocke a evacuar Montevideo y embarcarse para su país. Este rechazó la intimación y propuso una tregua de 24 horas para recoger heridos. Liniers no la aceptó, atacando nuevamente con su artillería. Frente a esto, el general Whitelocke y el almirante Murray capitularon. La capitulación puso fin a las hostilidades y fue cumplida escrupulosamente por ambas partes. El tratado de capitulación establecía el cese inmediato de las hostilidades en cada lado del Río de la Plata. Las fuerzas británicas debían embarcarse en el término de diez días y la plaza de Montevideo devuelta dentro de los sesenta. Mutuamente se devolvieron los prisioneros de la primera y segunda invasión. Los oficiales británicos serían liberados después de haber jurado que no emplearían sus armas contra Sudamérica hasta su llegada a Europa. En marzo de 1809 en Londres, Whitelocke fue degradado y expulsado del ejército británico por una corte marcial, declarado totalmente inepto e indigno de servir a Su Majestad como militar.

Superada la emergencia, la invasión terminó teniendo efectos políticos beneficiosos para el Río de la Plata, tanto localmente como en Londres. Como es bien sabido, para el ánimo patriota la derrota de los británicos significó un salto abismal en su autoestima: si podían defenderse sin auxilios extranjeros del asalto de la principal potencia mundial, podían autogobernarse. Por el otro lado, en Londres la derrota sirvió para reanimar la idea de que Hispanoamérica debía ser independiente, y que la adquisición de más territorio para el Imperio Británico era costosa y muy riesgosa. Más inteligente y útil era privar a sus competidores de sus propios imperios.

En cambio, el brigadier William Carr Beresford no salió mal parado de esta aventura, a pesar de que haber tenido que rendir una plaza conquistada. Su buena suerte tal vez comenzó precisamente en ese momento: el cuadro que cita Pérez Reverte, efectivamente muestra a Beresford ofreciendo su espada a Liniers... quien declina con gesto propio de un caballero, tomarla como trofeo.
Aparte de eso, tal vez debido más a sus influencias en el Ministerio de Guerra británico que a sus habilidades guerreras, fue "premiado" con el cargo de Jefe del Estado Mayor de Wellington durante su camapaña en la Península (creo que con la reticencia de Wellington). Y finalizada dicha campaña, fue designado por la Corona para reorganizar e instruir al Ejército de Portugal.

Otro protagonista de esta historia que también acabó mal, fue el propio Santiago de Liniers: poco depués de la Revolución de Mayo de 1810, y cuando oficialmente estaba retirado de la actividad pública, fue fusilado en la localidad de Cabeza de Tigre (Córdoba) junto con otros prominentes realistas acusado del cargo de "conspiración contra la Junta de Gobierno revolucionario".
En realidad, lo que ocurrió fue que se negó públicamente a jurar fidelidad a las nuevas autoridades y se mantuvo fiel a su juramento de fidelidad y obediencia al Rey. Entonces la Junta de la ciudad a la que él reconquistó y posteriormente defendió contra las pretensiones británicas, temerosa de que su antiguo prestigio pudiera dividir a la opinión pública en un momento tan delicado e inestable, decidió neutralizarlo de la manera más expeditiva.
 
Tienes razón soldier, pero el problema no es en la necesidad de celebrar derrotas y victorias, sino en la necesidad de no tener un comportamiento vanidoso, petulante e incluso soberbio durante siglos ( y siglos por batallas puntuales como es el caso de la Armada Invencible y Trafalgar) cuando tienen porque callar y con creces como demuestra Perez Reverte en este caso con Trafalgar.

Hay que conmemorar las victorais y recordar las derrotas. Para mí tan bonito sería recordar Lepanto como conmemorar Annual. De hecho creo que demuestro mis palabras porque dos de mis relatos históricos son graves derrotas de nuestro país: Rocroi y Annual.

Inglaterra tiene un grave problema de gravisima petulancia :D, querer alardear de victorias y no querer recordar sus derrotas, aunque sea como digo, para recordar a sus caidos.

Ellos mismos, aunque la historia pone a cada uno en su sitio y es testimonio objetivo para la posteridad.
 
WiRe said:
Tienes razón soldier, pero el problema no es en la necesidad de celebrar derrotas y victorias, sino en la necesidad de no tener un comportamiento vanidoso, petulante e incluso soberbio durante siglos ( y siglos por batallas puntuales como es el caso de la Armada Invencible y Trafalgar) cuando tienen porque callar y con creces como demuestra Perez Reverte en este caso con Trafalgar.

Hay que conmemorar las victorais y recordar las derrotas. Para mí tan bonito sería recordar Lepanto como conmemorar Annual. De hecho creo que demuestro mis palabras porque dos de mis relatos históricos son graves derrotas de nuestro país: Rocroi y Annual.

Inglaterra tiene un grave problema de gravisima petulancia :D, querer alardear de victorias y no querer recordar sus derrotas, aunque sea como digo, para recordar a sus caidos.

Ellos mismos, aunque la historia pone a cada uno en su sitio y es testimonio objetivo para la posteridad.


Que los ingleses son soberbios y petulantes hasta el hartazgo, no te lo discuto. Pero no es menos cierto que históricamente y a la postre han sido muy hábiles para alzarse con victorias estratégicas definitivas, a pesar de cuantiosas derrotas tácticas.

En el caso de las invasiones de 1806 y 1807, todo lo que se logró fue una victoria táctica para los españoles.
Tan solo tres años después, el Río de la Plata dejaba de obedecer a la Junta de Cádiz (que gobernaba a los reinos de España en nombre del Rey legítimo... incluído el Reino de Indias). Y al mismo tiempo iban ganando fuerza los que propugnaban la independencia de lo que dejó de llamarse Virreinato para autodenominarse Provincias Unidas del Río de la Plata. Y esto derivó en una guerra de independencia, más debida a la idiotez de un rey como Fernando VII que a una convicción extendida y generalizada acerca de las ventajas de tal independencia.

Pues bien: detrás de todos esos hechos estuvo Gran Bretaña de modo más o menos encubierto, con asesoramiento, influencia diplomática, dinero, armas, pertrechos e incluso con mercenarios. A consecuencia de la experiencia de 1806 y 1807, decidieron cambiar de táctica: apoyar a los levantamientos locales sin implicarse directamente en los conflictos sudamericanos. Pero el fin seguía siendo el mismo: libertad de comercio para poder colocar sus productos manufacturados a cambio de cuantiosos beneficios.

Y lo lograron hasta tal punto, que en 1905 un ministro argentino llegó a afirmar en un discurso público que "Argentina debe sentirse orgullosa de formar parte del Imperio Británico". Lo curioso es que Argentina nunca formó parte de la Commonwealth... aunque sí es cierto que la dependencia comercial y financiera de Argentina con respecto al RU, fue casi absoluta desde 1816 hasta 1946.

Ellos fueron derrotados en 1806 y 1807. Y Argentina los compensó con creces por eso, prestándose durante 130 años a ser una colonia fáctica de Gran Bretaña.
Que "conmemoraran" esas "derrotas", me parecería tan absurdo como si un equipo de futbol habiendo ganado 5-1, decidiera recordar el gol en contra con un minuto de silencio junto a la portería en la que ocurrió el "desastre". :rolleyes:

Que Argentina en el 2006 pueda permitirse festejar una victoria militar contra el Imperio Británico, no debiera ocultar el hecho de que al final ellos lograron sus objetivos prioritarios... y los argentinos, no (lo que no deja de joderme bastante).

Un saludo. ;)
 
Vamos con varias cosillas:
-El libro sobre la Inquisición de Kamen es sencillamente magnífico. Es cierto que hay muchas cosas superadas en cuanto a análisis pero es de los pocos trabajos que no se apoyan meramente en tópicos de la leyenda negra.
Me resultó especialmente interesante la explicación y énfasis no tanto en las salvajadas de la institución, sino en el estado de miedo y paranoia generado por los familiares y el hecho de que no se te acusara formalmente de nada, sino que fueras tu mismo quien "confesaba" los crímenes.

-Los ingleses son como son a la hora de celebrar cosas. Os garantizo que nunca hablarán de las palizas sistemáticas que les repartieron los "demonios del norte" (salvo a Alfredo de Wesex), ni el paseo trinfal de Guillermo tras Hasttings...
Todo eso son pequeñas mañanchas de un historial intachable.
Si queris cosas más recientes, seguramente tampoco rememoren el julepe que les dieron los japoneses con Singapur ni la huída con el rabo entre las piernas en Dunkerke o Narvik (de esa sólo parecen acordarse los noruegos...).
 
El artículo de Pérez Reverte es genial y creo que le dice a Kamen lo que se merece.

En cuanto a Kamen, no he leído el libro de la Inquisición pero el de Imperio me parece lamentable. Su único empeño es decir que los españoles no hicieron nada. Llega hasta el punto de decir que en las expediciones americanas los bártulos se los llevaban los indígenas :confused: ¡Como si eso quitase algún mérito a los conquistadores!
En cambio cae en la trampa de simplificar las obras de otros pueblos. Así por ejemplo no tiene reparos en decir que el comercio con América o Canarias estaba llevado únicamente por genoveses, y se queda tan pancho.

El libro de Felipe II, al igual que el del Duque de Alba no me gustan demasiado, no me parece que se meta en la época. Se limita a contar unos hechos y ya está. No habla de la época, de como se pensaba, de que se sentía, de la vida cotidiana de los personajes, etc.

Personalmente no me parece un historiador que valga la pena. En España tiene éxito por que creo que somos el unico país que adoramos a los que nosdicen lo malos que somos.

Me parece además que es el típico historiador que ha sacado unas conclusiones de principio y después estudia la historia para que se adapte a ellas. Recuerdo que escribió un artículo sobre Gibraltar que aún me produce sonrojo.
 
Personalmente, suelo rehuir los libros del señor Kamen como de la peste. No por nada personal, mas que nada porque detesto la clase de historiadores que creen que la historia debe adecuarse a sus creencias y que nadie tiene derecho a contradecirles porque ellos son los portadores de la unica verdad. Me refiero a seres como el citado señor Kamen, o el preclaro señor Pio Moa entre otros.
 
Michel el Vasco said:
No habla de la época, de como se pensaba, de que se sentía, de la vida cotidiana de los personajes...
Para eso tienes unos trabajos magníficos de Bartolomé Benassar sobre aspectos cotidianos y culturales en la España moderna. ;)